En tiempos vacas flacas, uno de los favores que más se solicitan entre amigos, familiares y cónyuges es servir de aval por un préstamo. “Si no te va a pasar nada”, “Nunca voy a dejar de pagar”, “Si los bancos no se la van a tomar contigo”... son algunas de las frases que anteceden al desastre.
Desgraciadamente, la banca y las financieras no se rigen por las leyes de la lealtad, y lejos de ello, pueden convertirse en la peor pesadilla de algún crédulo.
Puede que despiertes y, un buen día, sin recordar cómo ni cuándo ni a quién dijiste que sí te convertías en su aval, te llegue una notificación del banco para avisarte que proceden a una ejecución sobre tus bienes.
La figura del aval es una de las más tóxicas para una persona confiada. El beneficiario del aval nos elige como sus sustitutos de no poder pagar el crédito o préstamo que ha solicitado ante el banco. Si no puede pagar, su deuda es nuestra deuda.
Lo terrible del aval es que, cuando se recurre a él, ya se han agotado todas las formas posibles de coacción para cobrar al titular: el aval no es un deudo, ya es objeto de ejecución. Si se comprueba su solvencia, se procede contra sus bienes para cubrir la deuda. Si no se cuenta con el capital para pagar, se procede al embargo de propiedades, sueldo o cuentas bancarias.
El aval solidario (que se ha firmado de buena fe) no cuenta con ningún tipo de protección legal. Lo único que se puede hacer en contra del deudor original es iniciar un juicio para demostrar su solvencia y que tome nuevamente el lugar de deudor original, sometido a la ejecución, pero es un recurso lento, caro e incierto.
La mejor solución: digamos que no, gracias.
Fuente | Todo Expertos
Imagen | Sabiduría en Finanzas